Annette Cabelli tenía 17 años cuando fue deportada a Auschwitz. Al poco de llegar, le cortaron el pelo. De todas partes. Le quitaron la ropa y le tatuaron el número 4065 en el antebrazo. “Ya no éramos humanos, perdimos la dignidad”. Fue entonces cuando tuvo la certeza de que la habían llevado a “una fábrica de matar”.
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A sus 94 años, esta mujer sefardí (judeo-española) sigue compartiendo su testimonio. Nació en Salónica (Grecia) y -tras sobrevivir al mayor campo de concentración y exterminio nazi- acabó instalándose en Francia. Este martes contó su historia en Madrid, donde también mostró orgullosa y feliz su pasaporte español, obtenido gracias a la Ley de nacionalidad española para sefardíes de 2015. De hecho, aunque nunca ha vivido en España, se siente tan española como el que más. Su familia fue expulsada en la época de los Reyes Católicos, pero siglos después su madre conservaba la lengua de sus ancestros y fue en español sefardí como educó a sus tres hijos, Annette y dos hermanos mayores.
Huérfana de padre, su joven madre tuvo que sacarles adelante sola y apenas tenía tiempo para sus hijos. Sí recuerda que “cantaba muy bien” y entona una canción sefardí: “Desde que se fue una noche en el frío invierno, entre mis brazos se me murió. Lloraba (…) dónde estás corazón, es la grande dolor, que no puedo llorar. La quería yo tanto y se fue para nunca tornar”. Ya por entonces sufrió el antisemitismo en su vida diaria…
“Nunca más vi a mi mamá. Quien subía al camión iba directo a la cámara de gas”
Tenía 17 años cuando la deportaron a Auschwitz. El traslado de los prisioneros duró cuatro días. Cuatro días sin nada para comer ni beber en el vagón de un tren donde se murieron bebés que no pudieron recibir suficiente leche de sus agonizantes madres… Era 1940. La propaganda les había dicho que les llevaban a Polonia a trabajar, pero Annette no tardó en darse cuenta de que les querían matar. Ya lo habían hecho en los días anteriores tras invadir Grecia con personas que simplemente caminaban por la calle.
A la madre de Annette la llevaron a la cámara de gas nada más llegar a Auschwitz. Annette se salvó en el último momento: ya tenía un pie en el camión que la llevaría a la ducha mortal cuando oyó a su sobrina gritando. “¡Es ésta, es ésta!”, le decía su sobrina a un soldado de las SS, que por alguna razón que aún hoy desconoce, le concedió que su tía no subiera. Más tarde Annette sabría que había salvado su vida de milagro. “Nunca más vi a mi mamá. Quien subía al camión iba directo a la cámara de gas”.
A Annette Cabelli le encomendaron sacar los excrementos (“la merde”) de los internados en el hospital. Cree que fue este desagradable trabajo el que la salvó de morir de frío, porque no trabajaba todos los días fuera del campo. Sin embargo, también sufrió el tifus y perdió mucho peso. Estaba “muy flaca”. Más tarde tuvo que trabajar en una fábrica de bombas que estaba en marcha las 24 horas del día. Gracias a eso pudo reencontrarse con uno de sus hermanos, que también tenía que trabajar ahí.
“Señora, no tenga miedo. Queremos dormir. Abrió la puerta y nos puso donde había patatas. Ya no dormimos. Comimos patatas, crudas y sin lavar”
Un día cuando llegaron a la fábrica por la mañana, las personas del turno de noche “se habían ido”. “Los rusos estaban avanzando y entraron en el campo. Debíamos ir a Alemania, a la frontera, que se llamaba Preslau”. Y comenzó la Marcha de la Muerte. “Teníamos que marchar 4 días a pie, en enero, menos 10 (grados), ni comida ni agua. Es por eso que lo llamaban la marcha de la muerte. Más del 50% murieron en este momento”, recuerda esta víctima del Holocausto.
Este 27 de enero se cumplirán 75 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz- Birkenau. Pero tras la liberación, aún quedaría un durísimo camino por recorrer. Cuando Annette veía el cuerpo de un hombre yaciendo sobre la nieve, lo levantaba para ver si era su hermano. Nunca lo volvió a ver. Aquella Marcha de la Muerte llevó a los supervivientes primero hasta un tren abierto que les trasladaría a otro lugar… Obtuvo un breve trabajo para hacer cerillas. Tras una semana, comenzó a andar de nuevo junto a otros supervivientes, custodiados aún por soldados nazis.
“Una mañana no vimos más alemanes, se fueron. Y entonces pensamos que ya estábamos libres [SIC]. Unos se fueron por una parte, otros por otra… Nuestro grupo caminó un día entero, una noche. La primera cosa que vimos fue una granja, vi una mujer. Le dije: “Señora, no tenga miedo. Queremos dormir, reposar. Abrió la puerta y nos puso donde había patatas. Ya no dormimos. Comimos patatas, crudas y sin lavar”.
“Al campo nunca lloré. Cuando llegué a Francia, fue cuando empecé a llorar. No tenía familia. Estuve siempre llorando”
Al salir de allí llegaron a un pueblo en cuyas calles había “un montón de abrigos militares alemanes, los cascos, las metralletas… se habían vestido de civiles y se habían marchado”.
Esta superviviente llegó hasta el Hotel Lucrecia en Francia. “Toda la gente que buscaba a los suyos se buscaba allí, con fotos en las paredes. ¿Conoce a éste?” Pero las fotos ya no mostraban la realidad, tras el paso por los campos de concentración y muerte, tras la guerra.
“Al campo nunca lloré [SIC]. Cuando llegué a Francia, fue cuando empecé a llorar. No tenía familia. Estuve siempre llorando”.
Hoy ríe con ganas al recordar el arroz con leche que preparaba su madre cuando era pequeña. “No era igual [que el de aquí], era mucho más mejor [SIC]”. Y se le ilumina la cara al recordar una película sefardí que se proyectó en su Salónica (Grecia) natal poco antes de su deportación a Auschwitz. “Mi mamá la vio cuatro veces en el cine para oírlo en español. Decía a la vecina: qué bonito oír español”.
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