Ousman Umar salió de su casa en Ghana a los 9 años, aunque por entonces él únicamente sabía que había nacido un martes. En su tribu, los años exactos son irrelevantes. Tuvieron que ser las pruebas sanitarias que le hicieron ocho años después, al llegar a Canarias en un cayuco, las que determinaran su edad. Entonces era crucial determinar si era menor o no, para saber si se podía quedar en España.
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La vida prometió ponérselo difícil desde el primer momento, cuando su madre falleció mientras le traía al mundo. Pero cuenta que durante su infancia fue feliz. Vivía en una aldea en medio de la sabana. Tenía todo lo que le hacía falta, porque no tenía “necesidades creadas” como tener un IPhone 5, recuerda. “Mi infancia para mí, era lo mejor. Todos los niños eran como yo. Me lo pasaba muy bien”, explica a Salam Plan, con motivo del lanzamiento de su libro Viaje al país de los blancos (Ed. Plaza & Janés). Se le daba bien construir sus propios juguetes, como aquel camión del que tiraba con la ayuda de una cuerda. También disfrutaba yendo a cazar con sus amigos. “El mundo acababa en mi aldea”.
Un día vio un avión cruzar el cielo y preguntó a los mayores de su poblado qué era aquello. Le explicaron que era una máquina que construían los blancos y que vivían muy lejos. El pequeño Ousman pensaba que los blancos eran dioses y vivían en el paraíso. “Para entender por qué el avión era capaz de volar, tuve que coger una piedra, lanzarla hacia el cielo para ver si aguantaba igual que el avión. Se me cayó encima de la cabeza. Y (…) quise ir al país de los blancos”, rememora ahora por teléfono desde Barcelona.
Un buen día, su padre -que era el chamán de aquel remoto lugar- le envió a que aprendiera el oficio de chapista a la ciudad más cercana, Techiman. Fue por entonces, cuando tenía tan solo 9 años, cuando tuvo que empezar a sacarse las castañas del fuego él solo. Pero era lo normal para él. “Me siento un poco como Benjamin Button [la película de un señor mayor que rejuvenece cada vez más], porque es un poco como si mi vida fuera al revés: cuando me fui ya era un hombre, y cuando llegó el momento de cumplir 18-19 años viví lo que no he vivido en mi infancia”, explica ya con 30 años, después de 14 en España.
“Me siento un poco como Benjamin Button, como si mi vida fuera al revés: cuando me fui ya era un hombre, y cuando llegó el momento de cumplir 18-19 años viví lo que no he vivido en mi infancia”
De pequeño, fue chico para todo en un taller, aprendió a reparar camiones… fue ahorrando y cambiando de trabajo y ciudad dentro de Ghana hasta que reunió el dinero suficiente para dar el salto a Libia. Le habían contado que allí conseguiría un buen trabajo, con sueldo fijo. Y, además, desde allí podría dar el salto al otro lado del mar y llegar al “paraíso”.
“Yo no sabía que era tan complejo. No tenía ninguna idea concreta. No me esperaba que hubiera gente tan malvada, que -por cuatro duros- estuviera dispuesta a dejarte morir”, recuerda. Y opina que aquella falta de información no se debía únicamente a la inocencia de un niño, sino que esa desinformación sobre todos los peligros y dificultades continúa existiendo a día de hoy entre muchos migrantes.
Precisamente por eso, hace siete años que Ousman Umar lanzó su propia ONG, Nasco Feeding Minds (Alimentando mentes), con la que realiza proyectos de educación y escuelas en Ghana. “La falta de formación y de información para mí es el cáncer de nuestra sociedad actual. Sobre todo, la solución creo que no está en el mar con barcos que tengan que ir a recogerlos. Lo que hay que hacer es que no tengan que caer en las manos de esos traficantes. Eso pasa por la formación en origen”, argumenta. Parte de los beneficios del libro que ahora presenta los destinará a este proyecto.
“No me esperaba que hubiera gente tan malvada, que -por cuatro duros- estuviera dispuesta a dejarte morir”
Es muy crítico con la cooperación al desarrollo, que considera que sigue siendo condescendiente para con los ciudadanos a quienes pretende ayudar. “No da ningún resultado, porque lo que no pueden pretender es ir a su casa y decirle cómo hacer las cosas. Son las personas de allí quienes tienen que hacerlo. Es una falta de respeto absoluto. Con la cantidad de millones de euros que se han invertido, el resultado es demasiado poco”. Dice que desde 2012 hasta ahora, con su proyecto ha formado a más de 11.000 niños en Ghana, “y soy mecánico de bicicletas: no tengo ningún sueldazo ni subvenciones”.
Tenía unos 13 años cuando decidió partir hacia Libia y pagó a unos señores que le prometieron llevarle en un todoterreno cómodamente hasta Libia. En aquella época, el dictador Gadafi seguía en el poder de este país petrolero del norte de África, con una riqueza superior a la de su entorno.
Los pasajeros de aquel 4×4 quintuplicaban los viajeros prometidos. “Íbamos 17-18 personas en cada coche”. Pero eso no fue, ni mucho menos, lo peor: a ellos y a las personas que iban en otros vehículos en el mismo convoy los abandonaron en medio del desierto con la excusa de ir a por gasolina y agua. Cuando vieron que no volvían y empezaron a buscar la salida del Sáhara, descubrieron el cementerio que se escondía entre las dunas. “Íbamos encontrando cadáveres que no eran del grupo nuestro”. Más tarde llegarían los de su propio grupo.
“Íbamos encontrando cadáveres… Conseguir orinar para beberlo [y sobrevivir] era un auténtico éxito. Al final el mismo líquido, lo reciclas tantas veces que ya no puedes ni orinar”
Pero no es miedo la sensación que recuerda, a pesar de ser un chaval que apenas alcanzaba la pubertad. Le pudo más el instinto de supervivencia. “En ese caso, tener miedo no te sirve de nada. Te impide avanzar. Fui capaz de ver que los cadáveres son personas que han muerto y tener la suerte de que ‘yo soy el elegido’, igual que mis 46 compañeros, y que nosotros íbamos a llegar vivos”. Al principio, incluso tuvieron fuerzas para enterrar los primeros cuerpos que se encontraron.
Pero fueron pasando más y más días y seguían en medio del desierto. Ya sin agua siquiera. “Conseguir orinar para beberlo [el pis] era un auténtico éxito. Al final el mismo líquido, lo reciclas tantas veces que ya no puedes ni orinar”.
Sobrevivieron 6. Y eso que se desmayó tras días de alimentarse solo de su propia orina cuando por fin vislumbraron una población. Si no llega a ser, porque sus compañeros de viaje -también a punto de desfallecer- volvieron a por él, su cuerpo se habría sumado a todos los demás que se habían encontrado por el camino. Ya no se considera “el elegido, ni mucho menos”.
En un relato sobrecogedor sobre su historia personal, que Ousman Umar ha decidido contar “hasta que no haya más historias como ésta que contar”, este antiguo MENA (como se denomina a los migrantes menores no acompañados) cuenta la crudeza de un viaje inimaginable. Tras trabajar en su país siendo un niño –“no es estrictamente explotación infantil”, asegura en su libro, pues lo necesitan las familias- pasó un periplo de más de 4 años entre trabajos para tener algo que llevarse a la boca y poder ahorrar para el siguiente tramo del viaje. No sospechaba que tendría que salvar la vida en numerosas ocasiones y que incluso llegaría a estar secuestrado bajo amenaza de muerte.
En Libia descubrió lo que es el racismo. Hasta entonces, él era wala -como se llama su tribu. “Al llegar a Libia me di cuenta de que yo era negro. Yo no sabía que era negro. Para mí el concepto de ser negro no existía”. Los negros eran malos y tenían que mantenerse en guetos. “Ser negro y [estar] vivo era un delito, prácticamente”.
Aún gobernaba Gadafi, pero cuenta que ya entonces las prisiones para los migrantes eran garantía de muerte o casi, especialmente para un negro, como él. Actualmente, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) -un organismo de Naciones Unidas- y numerosas organizaciones humanitarias más denuncian el maltrato que sufren los migrantes irregulares que atrapan las autoridades libias reconocidas por la comunidad internacional. Y eso que en realidad hay tres gobiernos que luchan por el poder.
Pasado un tiempo trabajando en Libia, gastó sus pequeños nuevos ahorros en pagar a nuevos traficantes. Llegaron hasta Marruecos, donde las autoridades les interceptaron y mandaron a tierra de nadie en la frontera con Mauritania. En una huida hacia adelante, pagaron a otros mafiosos para tener que construir su propio cayuco y con él tratar de alcanzar el “país de los blancos”.
“Tú pagas y no tienes la más mínima idea de cuándo, en qué ni de cómo vas a ir. De hecho, después de pagar 1.000 euros, fabricas tú la patera”
Ousman no sabía nadar, y tiene que vivir con la imagen de haber visto a su querido amigo Musa ahogarse a pocos metros de la orilla, cuando el cayuco donde iba éste se hundió al poco de zarpar en medio de la noche desde Mauritania. Nadie sabía nadar. Ousman iba en otro cayuco que habían construido con sus propias manos los migrantes después de pagar a quienes se suponía que les iban a llevar a la “tierra prometida”. Aquella noche desistieron en el intento. El protagonista de esta historia conseguiría cruzar el mar en un segundo intento.
Pero ni siquiera sabía que se dirigían hacia Canarias. “¿A quién ibas a preguntar? Aquí [en Europa] estamos acostumbrados a que vas a una agencia de viajes y que te digan a cada minuto qué voy a comer… Estamos hablando de dos mundos muy distintos. Tú pagas y no tienes la más mínima idea de cuándo, en qué ni de cómo vas a ir. De hecho, después de pagar 1.000 euros, fabricas tú la patera”.
El joven que había nacido un martes, se pasó las 48 horas de trayecto por mar rezando para no morir en el tramo final de su camino al “paraíso”. Aún hoy apenas sabe nadar y reconoce que le quedó una fobia al mar que está tratando de superar poco a poco. Ya ha dado algunas brazadas.
“Tenía la ¿opción de volver? No. Es un camino unidireccional, en el que llegas vivo o muerto, pero no hay vuelta atrás. Literalmente no hay opción. ¿Dónde empiezas? ¿Otra vez en la cárcel? ¿Y te abandonan otra vez en la frontera de Mali, en el desierto? ¿A dónde vas?”
“Tenía la ¿opción de volver? No. Es un camino unidireccional, en el que llegas vivo o muerto, pero no hay vuelta atrás. Literalmente no hay opción. ¿Dónde empiezas? ¿Otra vez en la cárcel? ¿Y te abandonan otra vez en la frontera de Mali, en el desierto? ¿A dónde vas?”
Cuando en España le preguntaron dónde quería vivir, porque de acuerdo con las leyes internacionales los menores son acogidos por el país a donde llegan, solo acertó a decir “Barça”. Lo había visto jugar una única vez cuando aún en su país descubrió la televisión. Una familia lo acogió y hoy Ousman habla orgulloso de sus nuevos padres y hermanos.
Pide un trato digno para los migrantes. “No somos números. Somos personas con derechos, y con nombre y apellidos”. Se refiere a todos los estadios de su viaje. “Somos los propios africanos los que nos machacamos. Los mafiosos que están en el desierto no son españoles, no son alemanes”, ejemplifica.
“Respeto absolutamente el derecho a controlar las fronteras, a saber quién entra y quién no. Yo creo que nadie de nosotros es capaz de llegar a su casa y dejar la puerta abierta”
Sobre la llegada a Europa, encuentra lógico que un país decida a quién deja entrar: “Respeto absolutamente el derecho a controlar las fronteras, a saber quién entra y quién no. Yo creo que nadie de nosotros es capaz de llegar a su casa y dejar la puerta abierta”.
Ahora, eso no significa que esté de acuerdo, por ejemplo, con el trato carcelario que considera que se les da al llegar a España y encerrarlos en un CIE (Centro de Internamiento para Extranjeros) a pesar de no haber cometido ningún delito, sino una falta administrativa en el caso de los indocumentados. Al principio le pareció un hotel de 5 estrellas: tenía una cama y se podía duchar. Pero denuncia el trato de disciplina “militar” que les dispensaron a él y a sus compañeros sin permiso para salir de ese centro. “Porrazos solo para que vayas a desayunar. ¡Pero si yo no he hecho nada! Somos muy dóciles, no estamos protestando”.
“En los CIE hay porrazos solo para que vayas a desayunar. ¡Pero si yo no he hecho nada! Somos muy dóciles, no estamos protestando”
“Seamos conscientes de lo que realmente implica el viaje al ‘país de los blancos’. No es que vengamos aquí porque vengamos encantados, con cruceros. Venimos con una situación demasiado cruda y es importante que se sepa. Nadie viene aquí a gusto, de la manera que venimos”.
Él sobrevivió a “lo imposible” y aún catorce años después… “muchas veces me cuesta creer… me necesito hacer daño, porque no me lo creo. ¿Cómo puedo estar aquí? ¿Tendría que estar muerto desde hace años!” Por eso se siente “el hombre más afortunado del planeta”.
“Muchas veces me necesito hacer daño, porque no me lo creo. ¿Cómo puedo estar aquí? ¿Tendría que estar muerto desde hace años!”
A pesar de su felicidad, advierte que él tuvo mucha suerte y subraya: “El sueño [del paraíso] no tiene absolutamente nada que ver con la realidad”.
Habla como un rayo, como si le fuera la vida en ello. Umar se siente en deuda con quienes, como él, sueñan -o soñaron- con poder labrarse una vida mejor aquí: “Mi misión, la gran labor de mi vida, por la cual estoy vivo es dar voz a todas esas personas que no llegaron vivos y, sobre todo, evitar otras víctimas”.